Pelluhue huele a muerte
Un olor que pega en la cara apenas se entra por la calle principal del pueblo, que sigue por la Plaza de Armas y que se vuelve intenso al llegar al camino que bordea la playa, desvastada por la ola gigante que con el terremoto arrasó con todo: casas, autos, árboles, animales, vidas humanas. Dicen que el agua se llevó familias enteras mar adentro.
Ahora, cinco días después, los vecinos que sobrevivieron recorren la costa escudriñando las olas, esperando el momento en que el agua decida devolver los cuerpos. Ayer ya lo hizo; aparecieron en la playa los de una mujer de 30 años y un niño de ocho.
Y ahora, cinco días después, está también el olor. Para los vecinos, un vaho intenso a descomposición que sale de una casa derrumbada es sinónimo de que ahí hay un cuerpo, y así se lo informan al cuerpo de bomberos rescatistas, el que desde el día después del terremoto trabaja removiendo escombros, buscando entre ellos la vida y también la muerte.
- Por favor, revisen de nuevo debajo de esta casa. Sabemos que las personas que vivían aquí están todas desaparecidas –pide un vecino a Paulina Bello (20), miembro de la brigada de rescate urbano del Cuerpo de Bomberos Metropolitano sur, el primer grupo de voluntarios que llegó a Pelluhue a prestar ayuda, 36 horas después del cataclismo.
Paulina explica que ellos ya han revisado la casa y que no encontraron nada. Que el olor puede ser de algún animal muerto, del agua estancada que se ha apozado entre las ruinas, e incluso de los peses muertos que la ola del maremoto arrastró hasta tres kilómetros dentro del pueblo.
De todas maneras, su cuadrilla revisa nuevamente la casa, una construcción ubicada en frente de la playa de la que quedan apenas las paredes principales. El resto son sólo palos y escombros. Por dentro es una cueva a la que no puede entrar cualquiera: el peligro de derrumbe es tan grande que sólo pueden moverse en ella los rescatistas más livianos.
-A mí me dicen la “laucha” –cuenta Paulina-, porque me subo arriba de los techos y me meto por todos los hoyos donde los hombres no pueden. Yo creo que por eso me eligieron para venir aquí.
Paulina es baja, menuda, con una agilidad que le permite moverse segura entre los escombros, esquivar clavos, escalar los improvisados montículos de tierra que se formaron después del terremoto.
Junto a sus compañeros revisa una vez más lo que quedó de la casa y, después de un rato, no encuentran nada.
Ya no pueden seguir buscando. El paso siguiente es usar la retroexcavadora. Y Paulina sabe que la retroexcavadora barrerá con todo. Probablemente, también con los cadáveres.
-Puede ser que los cuerpos que buscan estén ahí, pero encontrarlos sobrepasa nuestros límites como bomberos; no tenemos la maquinaria pesada para mover estas estructuras que no podemos remover con nuestras herramientas. Pero hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance –dice con algo de impotencia.
Hoy jueves 4 de marzo, el grupo de Paulina se devuelve a Santiago después de cinco días revisando cada casa derrumbada y cada centímetro del borde costero de Pelluhue y el poblado vecino de Curanipe. Se quedan sólo ese tiempo porque, explican, su misiones rescatar personas con vida, y pasado ese plazo, las posibilidades de encontrarlas son cada vez más difíciles. Pero también porque son voluntarios –viajaron a la emergencia con apenas 50 mil pesos-, y porque cada uno de ellos debe volver al trabajo y a cumplir con sus obligaciones diarias.
Se van con una mezcla de sentimientos encontrados. Pena, por una parte, porque no lograron realizar ningún rescate. Porque vieron cómo, en el momento que encontraron dos cuerpos atrapados entre las algas costera, no alcanzaron a sacarlos antes de que el agua los arrastrara mar adentro. Porque hubo lugares tan complicados que superaron sus capacidades. Pero también con la alegría de haber sido los primeros en llegar a la zona, cuando el pueblo estaba desolado. Cuando no llegaban los carabineros, ni los militares, ni la Onemi, ni la Policía de Investigaciones, su carro se convirtió en el centro de referencia de los vecinos, que se acercaron a pedirles que consiguieran agua, comida, electricidad; que les ayudaran a encontrar a sus seres queridos.
Junto con Paulina, otras dos mujeres integraron la brigada de rescate urbano, compuesta demás por veintiocho hombres: Elizabeth Segura (29) y Yupsy Rojas (38). Ellas también participaron de las búsquedas, pero aseguran que le auxilio que entregaron fue mucho más allá de remover tierra y rescatar cadáveres: ayudaron a contener a un pueblo desvastado y temeroso. Y la gente lo agradeció por esto: les abrieron las puertas de sus casas, les ofrecieron comida. El obispo de Talca les regaló medallitas de la Virgen. Hubo personas que, incluso, llegaron a besarles las manos, callosas y con las uñas entierradas de escarbar entre los escombros.
Yupsy Rojas Paulina Bello Elizabeth Segura |
-A todas las personas que se nos acercaban llorando les dábamos cariño, tratábamos de ponernos en su lugar y también nos afligíamos cuando no podíamos hacer más por ellos. Es cierto que las personas necesitaban agua, comida, un refugio donde pasar la noche. Pero lo que más necesitaban era alguien que los escuchara y les dijera: tranquilos, lo peor ya pasó –dice Yupsy, con doce años de experiencia como bombera, mientras camina con sus compañeras por la carretera costera para revisar por última vez la zona del puente Curanipe –inaugurado hace un mes-, que se partió y derrumbó destruyendo lo que encontró en su camino.
Bajo los escombros, en el agua que dejó la entrada del mar, hay una camioneta gris aplastada. Teme que haya cadáveres que probablemente nunca puedan rescatar.
-Pero aquí, más que olor a muerte, lo que hay es olor a soledad.
Hace siete años, a partir de un grupo de voluntarios que quería perfeccionarse para estar preparado ante la posibilidad de un gran terremoto o tsunami, nació la brigada de rescate urbano del Cuerpo de Bomberos Metropolitano Sur. Quienes lo componen son especialistas en rescates en altura, vehicular y derrumbes, aunque ahora en Pelluhue también trabajaron rastreando el agua y la zona costera.
-Lo que hemos visto aquí ha superado todo lo que nos pudieron enseñar – dice Elizabeth Segura, miembro de la brigada y voluntaria de la Cuarta Compañía de Bomberos Metropolitano Sur.
La zona elegida para trabajar fue Pelluhue porque las compañías grandes de Santiago se fueron de inmediato a Concepción, y las pocas noticias que llegaban informaban que este balneario, ubicado en la costa sur de la Séptima Región –casi en la frontera con la Octava- y con 3.208 habitantes, había sido una de las zonas más afectadas por la catástrofe: el epicentro del terremoto fue a ocho kilómetros al oeste del pueblo. Y la ola del maremoto, según los vecinos, llegó a una altura de quince metros y se extendió por casi un kilómetro hacia el cerro.
Elizabeth, junto a Yupsy y Paulina fueron elegidas para integrar el grupo porque eran las únicas que contaban con todo los cursos de rescate y además tenían la experiencia y la disponibilidad para viajar. Elizabeth y Paulina son solteras sin hijos, y Yupsy tiene un hijo de 16 años al que pudo dejar al cuidado de su familia.
Tomar las decisión de dejar Santiago no fue fácil, pero las tres corrieron a sus respectivas bombas a penas se aseguraron de que sus familias estaban bien. Y cuando les avisaron que debían viajar, las tres dejaron organizadas sus casas y pidieron permiso en sus trabajos. Yupsy es auxiliar en un colegio para niños con necesidades especiales; Elizabeth es técnico en construcción y Paulina, estudiante de Pedagogía en Biología y trabajadora en una empresa relacionada con el Transantiago.
Ya el domingo, Yupsy y Paulina viajaron en el carro de bomberos a Pelluhue. El lunes se unió al grupo Elizabeth. Las tres venían con la misma imagen en la cabeza: la de una zona desolada casi por una bomba atómica.
-Cuando venía en el camino varias veces pensé: en qué me metí. Venía muerta de miedo. Aterrada, No sé por qué; he estado en incendio, en situaciones de riesgo, pero aquí no sabía con qué me iba a encontrar. El miedo se pasó cuando llegamos al pueblo y la gente nos aplaudió porque fuimos los primeros en llegar.
Algo parecido sintió Paulina. Cuando llegó a Pelluhue pensó que nunca vería en algún lugar de Chile imágenes tan parecidas a las películas de catástrofes o lo que había visto de la zona desvastada por el terremoto de Haití. Y aquí el panorama era peor que eso.
- A mí, hasta hoy, cada vez que me subo a una emergencia se me pone el corazón a full. Pero aquí fue totalmente distinto: llegué con miedo a que pudiera temblar, a que pudiera pasar algo peor. Uno le dice a la familia: voy a volver, pero nadie sabe si será así. Dejas todo por venir a la nada.
La adrenalina durante los cinco días de trabajo fue constante, sobre todo cuando cada una de ellas se internaban en un derrumbe. Paulina cuenta que ayer, en medio del apuntalamiento de una casa –que consiste en poner pilares de madera para evitar que se venga abajo en medio del trabajo de rescate-, hubo una réplica.
-Uno no lo piensa dos veces antes de salir arrancando: el corazón nos queda en la boca. Nos da susto igual que a toda la gente, pero con la diferencia de que somos nosotros los bomberos, es como un juego de valores. Sentir miedo es humano, el tema es manejarlo. Pero aquí, paradójicamente, en medio de la muerte y el riesgo de muerte, me siento más viva que nunca.
Sin embargo, el mayor momento de tensión se produjo el miércoles en la tarde, cuando desde la Onemi les llegó la orden de evacuar Pelluhue por una alerta de tsunami que venía desde la Octava Región.
-Fueron los cinco minutos más largos de mi vida- recuerda Paulina.
A las tres les tocó trabajar en la zona media, es decir, indicarles a las personas que debían subir a los cerros, y no permitir que nadie bajara hacia el sector costero. Pero con la alerta, los vecinos se descontrolaron y en un momento pensaron en que la situación se desbordaría. Las personas corrían sin rumbo y los automóviles pasaban tan fuerte que no dejaban correr a los peatones. Las tres tuvieron varias veces que interceptar los autos, pedirles que dejaran pasar a las personas e incluso que llevaran a algunas de ellas en los asientos que llevaban desocupados. Pero lo peor fue tratar de convencer de subir a aquellos que no querían hacerlo.
-En el camino había gente que nos decía: no puedo subir. Tengo a mi familia en la casa. Una mujer que nos dijo que tenía que devolverse porque su guagua se había quedado abajo. Y nosotras le dijimos que no podía bajar, que tenía que esperar. Esa madre lloraba desesperada. También había una abuelita que nos decía: Señoritas, por favor déjenme irme a mi casa, yo quiero morirme con mi viejito que está postrado en la cama. Ahí surgen las preguntas: tu deber es salvar vidas y salvar bienes. Bajo ese criterio, ambas tienen que subir. ¿Pero, quién es uno para tomar la decisión de salvarlas y no dejarlas ir a buscar a su guagua o a irse con su marido? Y ahí uno tiene que contener los sentimientos, porque uno mismo es el orden y la contención para las personas. Si tú entras en colapso, ¿qué puedes esperar de ellos? –reflexiona Paulina.
Cuando intentaron explicarles a los vecinos que era una falsa alarma y que todo había pasado, muchos no creyeron. No querían bajar.
-Casi llorando nos preguntaban: “¿Pero están seguras-seguras?”.
En ese momento, las tres se sintieron casi sobrepasadas. Se impactaron con el nivel de miedo que tenía la población. Y se dieron cuenta de que el principal trabajo que queda por hacer con los vecinos de Pelluhue será reconstruir la seguridad y alejarlos del miedo, acrecentado por la falta de confianza que tienen en las autoridades: no confían en ellas después de que la primera vez desestimaron la alerta del tsunami que finalmente fue.
-Si fuera por opción de nosotras, nos quedaríamos aquí muchos días más –dice Yupsy. Para ayudar a las personas en la reconstrucción emocional. Porque sienten que, mientras los hombres se han preocupado más de los detalles gruesos –remover escombros, hacer fuerzas pesadas, organizar la logística de ayuda- ellas se ha preocupado de la parte más minuciosa: escuchar y contener.
Por ahora, hay imágenes que les costará olvidar: los camiones dados vuelta en la mitad de la carretera; los autos que estaban arriba de los techos de las casas y que ellas debieron bajar. Las personas buscando entre los escombros para tratar de rescatar algo de lo que alguna vez fueron sus casas. Los niños, casi sin ropa, pidiéndoles agua. Las familias que, aun sabiendo que ellas se van, se les acercaron para decirles que por favor revisen nuevamente lo que quedó de sus casas, porque ellos están seguros de que sus maridos, sus hijos, sus madres, están enterrados ahí, bajo los escombros.
Revista Ya, El Mercurio de Chile.
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